ZAMORANA
Amigos, fidelidad y traiciones
Me cuesta mucho guardar un secreto, sobre todo si es algo bueno, porque quiero contarlo a los cuatro vientos y he de reprimir la emoción de guardarlo para mí. Compartir con la gente que queremos, ya sean familiares o amigos, las cosas negativas que nos depara la vida, nos ayuda a soportarlas en la seguridad de que nos escuchan, aconsejan y, de algún modo, nos alivian la carga. Sin embargo, cuando la noticia es grata, el deseo de compartirla es aún más acuciante, porque también a ellos les daremos una placentera nueva.
Siempre he pensado que tener amigos es algo necesario, diría incluso que vital. Los hay para diferentes momentos y todos son importantes: con unos echamos unas risas, pasando el rato sin grandes disquisiciones; con otros, no obstante, son precisamente las cuestiones y los razonamientos el tema que más nos une, analizando la vida, divagando y filosofando; luego están “los amigos del alma”: aquellos que tratamos como hermanos, los que guardan los secretos más inconfesables en la seguridad de que nunca revelarán una palabra; a ellos les confiamos sentimientos, dudas, desencantos y aquello que nos aflige o nos hace realmente felices; con ellos hasta el fin del mundo, porque son una prolongación de nosotros mismos.
El problema es que estos “amigos del alma”, los fieles guardianes de la memoria como escribió Álvaro Colomer, no se prodigan, ya que para obtener ese título no vale cualquiera, y cuando nos defraudan, una parte de nosotros se va para siempre con ellos, y nos dejan sumidos en un fiero desencanto, una intensa decepción que nos hace más difícil volver a confiar.
Esto viene a cuento de algo que me ocurrió en el pasado. Consciente de mi intimidad y celosa de ella, no resultaba fácil abrirme a los demás, pero en mis años de formación, conocí a alguien que consideré amigo y que me defraudó dejándome una huella profunda. Desde entonces nunca he vuelto a bajar la guardia y me permito tener muchos conocidos, pero el título de amigo lo reservo como un don preciado que no merece cualquiera, aunque ese reconocimiento quede desierto para siempre.
A pesar de esa decepción, sigo pensando en lo importante que es gozar de amistades y compartir con ellas soledades, alegrías, gozos y sombras. Su compañía enriquece el pensamiento, nos aísla de la tristeza, hace que nos sintamos útiles cuando ellos nos necesitan, y valoramos la vida como algo que merece la pena compartir.
Hoy, transcurridos los años, quiero pensar que mi infausta experiencia ya ha sido superada y, aunque la herida ha cerrado, la cicatriz continúa para recordar lo que una vez me deparó el destino; así pues, he llegado a la conclusión de que la cautela es vital para no quedar al descubierto, y considero que tener secretos, esos que ya no confiaré a nadie, aunque sean banales, para mí son importantes y conmigo se irán a la tumba. No en vano, ya lo advertía el gran Séneca: “Si quieres que tu secreto sea guardado, guárdalo tú mismo”.
Mª Soledad Martín Turiño
Me cuesta mucho guardar un secreto, sobre todo si es algo bueno, porque quiero contarlo a los cuatro vientos y he de reprimir la emoción de guardarlo para mí. Compartir con la gente que queremos, ya sean familiares o amigos, las cosas negativas que nos depara la vida, nos ayuda a soportarlas en la seguridad de que nos escuchan, aconsejan y, de algún modo, nos alivian la carga. Sin embargo, cuando la noticia es grata, el deseo de compartirla es aún más acuciante, porque también a ellos les daremos una placentera nueva.
Siempre he pensado que tener amigos es algo necesario, diría incluso que vital. Los hay para diferentes momentos y todos son importantes: con unos echamos unas risas, pasando el rato sin grandes disquisiciones; con otros, no obstante, son precisamente las cuestiones y los razonamientos el tema que más nos une, analizando la vida, divagando y filosofando; luego están “los amigos del alma”: aquellos que tratamos como hermanos, los que guardan los secretos más inconfesables en la seguridad de que nunca revelarán una palabra; a ellos les confiamos sentimientos, dudas, desencantos y aquello que nos aflige o nos hace realmente felices; con ellos hasta el fin del mundo, porque son una prolongación de nosotros mismos.
El problema es que estos “amigos del alma”, los fieles guardianes de la memoria como escribió Álvaro Colomer, no se prodigan, ya que para obtener ese título no vale cualquiera, y cuando nos defraudan, una parte de nosotros se va para siempre con ellos, y nos dejan sumidos en un fiero desencanto, una intensa decepción que nos hace más difícil volver a confiar.
Esto viene a cuento de algo que me ocurrió en el pasado. Consciente de mi intimidad y celosa de ella, no resultaba fácil abrirme a los demás, pero en mis años de formación, conocí a alguien que consideré amigo y que me defraudó dejándome una huella profunda. Desde entonces nunca he vuelto a bajar la guardia y me permito tener muchos conocidos, pero el título de amigo lo reservo como un don preciado que no merece cualquiera, aunque ese reconocimiento quede desierto para siempre.
A pesar de esa decepción, sigo pensando en lo importante que es gozar de amistades y compartir con ellas soledades, alegrías, gozos y sombras. Su compañía enriquece el pensamiento, nos aísla de la tristeza, hace que nos sintamos útiles cuando ellos nos necesitan, y valoramos la vida como algo que merece la pena compartir.
Hoy, transcurridos los años, quiero pensar que mi infausta experiencia ya ha sido superada y, aunque la herida ha cerrado, la cicatriz continúa para recordar lo que una vez me deparó el destino; así pues, he llegado a la conclusión de que la cautela es vital para no quedar al descubierto, y considero que tener secretos, esos que ya no confiaré a nadie, aunque sean banales, para mí son importantes y conmigo se irán a la tumba. No en vano, ya lo advertía el gran Séneca: “Si quieres que tu secreto sea guardado, guárdalo tú mismo”.
Mª Soledad Martín Turiño

















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